Mis días empezaban a afrontarse, realmente, a partir del primer sorbo etílico. La primera copa de la jornada tiene un alto componente ritual, es la iniciación diaria de un sacrificio hacia dioses elementales pero superiores. El insigne primer ron de la jornada tiene que contener una cantidad determinada de ron y de hielo, de tal manera que es imprescindible que sobre un 40% de la Coca-Cola del botellín al rellenar el vaso hasta el borde. Ni más ni menos. Entonces hay que beber exactamente la cantidad que libere el líquido correspondiente al sobrante de la botella para, posteriormente, rellenarlo. El primer y largo sorbo debe ser duro, fuerte, oscuro, debe preparar el estómago y el hígado a la ingesta masiva que se avecina. Porque tras este trago el pico se calienta, y cuando el pico de Nes se calienta que tiemble el mundo, porque hay inicios que no acaban. A mí me lía exclusivamente el alcohol. El resto son las especies que rematan el plato.
Es curioso, pero siempre ha sido así, incluso en las temporadas en las que no he bebido a diario. Puedo pasar semanas enteras sin beber una sola gota de alcohol, pero en el momento en que algún licor o brebaje etílico roza mis labios, ya la hemos cagado y no para hasta que, o me bebo hasta el agua de los floreros, o me entra el sueño, o todo a la vez. Amigos míos que tienen locales, al verme entrar, ya avisan a los camareros, niño, vete preparando otra botella más de ron, que llega el Nes…
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